Un mundo inquietante

Lo que convierte en inquietante a los atentados de ayer en

Estados Unidos es su carácter ejemplar, la general intuición de que
volverá a ocurrir -porque es relativamente fácil organizar cosas así y prácticamente imposible prevenirlas-, así como el bajo nivel de los
responsables políticos para comprender la situación y diagnosticar las enfermedades que presenta.

Todo el mundo intuyó ayer que las ideas clásicas en materia de
“seguridad nacional” sencillamente no sirven. Pero, ¿por qué?.
Desde luego hay que “fortalecer la seguridad física”, “unirse contra el terrorismo”, etc., pero lo más importante es comprender los cambios
que los avances técnicos, incluida la capacidad de destrucción masiva y
la accesibilidad de dicha capacidad, determinan en el mundo de hoy.

Las potencias dominantes, los nuevos “imperios”, ya no pueden
comportarse como en el siglo XIX, cuando la lucha por el control de
recursos y el dominio de territorios y de colectivos humanos, era un
asunto sin riesgos de fusiles contra lanzas. En esa misma labor los
países dominantes asumen hoy riesgos enormes, porque, por primera vez en la historia, dada la accesibilidad del arma atómica o de otros medios
técnicos de destrucción masiva, las víctimas, los desesperados, los
criminales, los locos, tienen posibilidad de acción, respuesta o
venganza.

Hace setenta años, en vísperas de la convención sobre el desarme de
1932, Albert Einstein alertó sobre las implicaciones de un “desarrollo
técnico que posibilita los medios para la destrucción de la vida”. Sin
un cambio de mentalidad el progreso tecnológico es tan peligroso, “como
una cuchilla de afeitar en manos de un niño de tres años”, escribió. Más
tarde Einstein acuñó una frase que, muchos años después, sería
inspiración para el desarme soviético de finales de los ochenta y para
el “nuevo pensamiento” gorbacheviano: “el arma nuclear lo ha cambiado
todo, menos la mentalidad del hombre”.

Hoy ese asunto está aun más claro. El fin de la guerra fría, esa
ocasión perdida para un “nuevo orden mundial”, evidenció que el ejército
soviético disponía de bombas nucleares de mochila, pensadas para ser
colocadas en la retaguardia del enemigo en caso de guerra. Si los
soviéticos, que iban manifiestamente retrasados en ese campo las tenían,
pueden imaginarse la situación en el otro campo. Los escenarios de los
estados mayores con sustancias químicas y bacteriológicas, en caso de
guerra, aun eran mas sencillos y transportables. Y hoy, los expertos
coinciden en que no hay grandes dificultades de fabricar privadamente
una bomba atómica, o en acceder a unos gramos de antrax capaces de
envenenar a millones de personas.

Eso lo cambia todo, pero la mentalidad y el “modus operandii” que
gobierna el mundo es la misma que la de antes de que apareciera este
nuevo factor.

Si se me permite una anécdota personal, para mi eso quedó claro en
la primavera de 1996, en Chechenia. La guerra había devastado el
territorio. La capital, Grozny, una ciudad de medio millón de
habitantes, había sido reducida a escombros. La región, tierra ancestral
de un pueblo de un millón de almas, el checheno, con mentalidad y
memoria de genocidio por las deportaciones estalinistas, era un panorama
de pueblos con mezquitas destruidas, familias destrozadas, campos sin
labrar y gentes desesperadas. En ese contexto me encontré con dos
comandantes chechenos, Aslanbek Abduljadzhiev y Aslanbek Israilov, en la
casa del primero, en Shalí, a unos 25 kilómetros al sureste de Grozny.

Ambos ya habían participado en el ataque a Budionnovsk de junio de 1995,
cuando tomaron mas de mil rehenes inocentes en un hospital-maternidad
del sur de Rusia.

Mientras comíamos Abduljadzhiev e Israilov nos explicaron
abiertamente sus planes de atacar una instalación nuclear, bien en
Rusia, bien en algún país europeo. Su argumento era, “el mundo asiste
indiferente a la aniquilación indiscriminada de nuestro pueblo, lo que
nos da derecho a una venganza igualmente despiadada e indiscriminada”.

Pocos meses antes, otro comandante checheno, Shamil Basayev, había
lanzado una advertencia depositando en el Parque Izmailovski de Moscú un
pequeño contenedor con sustancias radiactivas.

Salí muy impresionado de aquella comida, sobre todo porque comprendí
que Abduljadzhiev e Israilov eran gente absolutamente “normal” y que, al
mismo tiempo, estaban completamente dispuestos a morir en una acción de tipo suicida. Israilov, que murió reventado por una mina en la dantesca
retirada guerrillera de Grozny del invierno de 1999 (cuando los
comandantes marchaban al frente de sus columnas por campos de minas y
saltaban despedazados gritando “Alá es grande”), había sido un próspero
fabricante de ladrillos de Argún antes de la guerra. Ambos eran padres
de familia. Como todos, Israilov había perdido a familiares en la
guerra, y cuando le insistí en la inmoralidad de sus propósitos de
atentado indiscriminado, sentí que se ponía violento y desistí para no
forzar mas la ley de la hospitalidad chechena.

Al salir de aquella velada, a la que asistieron también Juan Cierco,
de ABC, y Ricardo Ortega, de Antena 3, el verdadero artífice de aquella
entrevista, hablamos de lo serio que era todo aquello, de lo mal que
estaba un mundo que produce desesperados suicidas por doquier; en
Kurdistán, Timor, Oriente Medio, Chechenia y decenas de otros lugares.
Escribí inmediatamente sobre aquellas impresiones, tras haberlas
completado con toda una serie de entrevistas con especialistas rusos en
materia de armamentismo y proliferación nuclear que me instalaron en la
convicción de una nueva bomba nuclear de amplio consumo.

Según su estimación, en el primer cuarto de este siglo unos veinte
países en desarrollo (los “rogue states” citados por la administración
americana, suelen pertenecer a ese grupo) podrán tener armas químicas,
casi diez armas biológicas, y más de quince misiles balísticos capaces
de llevar armas de destrucción masiva.

Cierco es hoy corresponsal en Oriente Medio y testigo de la última
Intifada. Ortega lo es en Nueva York y su despacho en Manhattan se debió
cubrir ayer de cenizas. Supongo que los dos se acuerdan ahora de aquella
velada en Shalí. En lo que a mi respecta, la he tenido siempre presente
-se ha convertido casi en una obsesión- y por eso, habiendo sido un
“shock”, lo sucedido ayer no ha sido una sorpresa, sino mas bien algo
esperado. Una inmensa desgracia anunciada.

Cuando, según datos de Unicef, mas de medio millón de niños iraquís
han muerto desde 1991 a consecuencia del bloqueo y sus bombardeos, es
solo una cuestión de tiempo que alguien intente hacer estallar una carga
nuclear en el metro de Nueva York o derrame unos gramos de antrax en el
suministro de agua potable de Londres, escribí en 1996.

Repasando la prensa de hoy se encuentra de todo. No falta quien echa
mano de teorías postmodernas sobre el “conflicto de civilizaciones”. En
un respetado diario nacional leo que, “el papel de Moscú en el mundo
bipolar se lo arroga ahora el terrorismo internacional”. Los políticos
hablan de “unirse contra el terrorismo” y bien poco más. Abundan las
declaraciones necias que confirman que si este mundo es inquietante es
sobre todo por su ceguera en materia de “seguridad” y de “economía”.

El único mensaje, la única conclusión, es tan simple como rotunda:
no se puede seguir sembrando desesperación en el mundo, ni consumiendo
recursos globales agotables atendiendo a la razón del beneficio, sin
correr riesgos de destrucción masiva o de colapsos para los que no
existen “soluciones” ni “salvaciones” particulares, nacionales o
regionales.

En los últimos treinta años, han aumentado las diferencias entre
los países más ricos y los más pobres. También ha aumentado la brecha
entre ricos y pobres dentro de los países más prósperos beneficiados por
los seudocrecimientos (basados en la contabilidad fraudulenta con la que
operan el FMI, nuestros gobiernos y los suplementos de economía de
nuestros diarios). Esa es la raíz de la nueva inseguridad, que, sumada
a la tecnoesfera de nuestra civilización, su universo de posibilidades
técnicas, arroja la dimensión del problema.

Estados Unidos ha abandonado toda política de consenso hacia el
Tercer Mundo, desprecia a las Naciones Unidas (ese imperfecto órgano de
consenso internacional), propone, y practica, “guerras humanitarias” y
absurdos objetivos de inmunidad nacional ante misiles adversos, como
recetas contra una inestabilidad y una proliferación armamentista en la
que los países más poderosos, ricos e ilustrados, tienen la mayor
responsabilidad porque fueron ellos los pioneros en esa senda. Recetas
que, en gran parte, son subterfugios para incentivar ese seudodesarrollo
económico manifiestamente enfermo en sus fundamentos a partir de las
aplicaciones tecnológicas militares, de las que Internet y el teléfono
móvil son hijos.

Traduciendo lo de ayer en Manhattan a conclusiones prácticas, el
principal mensaje es que Estados Unidos debe cambiar varias líneas
fundamentales de su política. Otras potencias del norte deben inventar
nuevas políticas más sensatas para el siglo entrante. Si no hay
posibilidad de consenso transoceánico, la Unión Europea debe desmarcarse
de la política americana hacia el Tercer Mundo. La mejor seguridad es no
sembrar la desesperación ni practicar la imposición militar a colectivos
humanos. Todo eso ya no vale para nadie, pero aun menos para Europa,
escenario de dos guerras mundiales, y aun menos para Rusia, mundo a
caballo entre el primer y el tercer mundo, con su pluralismo
civilizatorio, sus fronteras directas con el Tercer Mundo y los “rogue
states” (Irán, Afganistán), y con su 20% de población de tradición
islámica. Si este mundo es inquietante es, precisamente, porque este
mensaje seguirá perdido bajo los escombros del World Trade Centre
neoyorkino.

(La Vanguardia, 12 Septiembre de 2001)

4 opiniones en “Un mundo inquietante”

  1. Es muy interesante lo que dice Poch. ES un análisis que nos permite salir de la bipolaridad del mundo y llevarnos a repensar los que es la realidad de estos días. El mundo se atomiza en forma acelerada. la multipolaridad es madre. la grieta es una demostración práctica de como nos disolvemos.

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  2. El mundo va seguir igual de inquietante, porque las condiciones que había en aquella fecha, siguen siendo las mismas o, peores. No les importa nada. Cualquier cosa puede pasar mientras el mundo sea como es.

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  3. Pues sí, decir “profético” tiene su puntito siniestro, pero es que no encuentro mejor palabra, y el texto resulta serlo: pone de manifiesto una estupidez y una ceguera que hoy siguen espantosamente vigentes. Buf.

    También es cierto que es un alivio – y hasta un placer- encontrarse con un artículo tan lúcido.

    Gracias.

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